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Érase una vez alguien llamado

Achichonio Rosingana Santa Fe

Trescientos sesenta y cinco días

 

y una tarde de otro año

"Subió por la ladera escalonada de una gran montaña a modo de pirámide, y encaramado ya sobre las amontonadas piedras de un sacro monasterio en ruinas, relativamente próximo a la cúspide, el joven pastor, muy sofocado, se alivió el sudor del rostro con algo de hierba húmeda. A decir verdad, la maleza abundante cubría buena parte de aquel promontorio, y en el aíre, cuan impregnado de aromas montaraces, predominaba la específica fragancia del también profuso hinojo. El sitio, cada vez más emboscado, era idóneo para vivir.

Allí arriba no había nadie, solamente esqueletos insepultos esparcidos por el suelo y bejucos serpentinos enroscados a los troncos verrugosos de los árboles. Al mismo tiempo, bajo las arcadas asimétricas de las bóvedas botánicas, justo entre las telarañas llenas de mosquitos que colgaban de las ramas altas, morían atrapadas, como envueltas en gasa blanca, cientos de mariposas pálidas atraídas por la luz. Este hecho, me refiero al martirio de tales insectos, tan delicados, demostraba al pastor recién llegado que no hay belleza intocable ni proyecto de vida que se prolongue sin fin. Por eso, él se despojó de su superflua vanidad y disfrutó de la dicha momentánea haciéndose una bonita corona floral. Luego, con ella puesta en la cabeza, suspiró feliz, y acto seguido se tumbó sobre la hojarasca mirando al cielo..."

 

Del alma o fuente

de una sirena

salió un delincuente

y me robó la cena.

Me robó la frente

y la luna llena;

el perfil ausente,

la inmensa pena.

Y ya sin frente,

sin luna llena

sin perfil ausente

y nada, nada de pena,

me fui por el puente

caminito de Oriente

contando granos de arena.

 

 

 

 

 

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